La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo (San Juan 14:27)

En la iglesia de Concepción—a la cual yo pertenecía en esos años—siempre se han hecho cadenas de oración. En aquel tiempo se hacían los días sábados y yo junto a otra hermana nos inscribimos en la primera hora de la mañana que correspondía de 7-8am. Todos los días sábados asistíamos a esta cadena de oración junto con mi hermana en el Señor.
En uno de aquellos días sábados cuando me levantaba para ir a orar, mi hija mayor, que en ese entonces tenía 10 años, me pidió acompañarme. Yo le dije que no, pues estaba lloviendo, hacía mucho frío y no quería en realidad que fuera conmigo, pero ella insistió tanto que finalmente acepté que me acompañara. Fue así, que partimos a nuestra iglesia a orar de 7 a 8 de la mañana. Cuando llegamos, la hermana que le correspondía junto conmigo en aquella hora de oración no se presentó, y sola junto a mi hija doblamos nuestras rodillas ante la presencia de nuestro Señor y comenzamos a elevar nuestras plegarias ante él. En esto estábamos, cuando de pronto comienzo a sentirme mal, empecé a "transpirar helado", mi cuerpo empezó a desvanecerse y posteriormente perdí el conocimiento, quedé tirada sobre el suelo justo atrás del reclinatorio donde estaba orando. Así fue que estuve algunos minutos en ese estado de inconsciencia. Pasado este tiempo, volví en mí y me doy cuenta que estaba de espaldas, abrí mis ojos y mis oídos comenzaron a escuchar el llanto de dolor de mi hija, que al verme en aquel estado, quedó aterrorizada. Aún estando somnolienta, me doy cuenta que mi hija desesperadamente suplicaba a Dios con gemidos, y decía estas palabras: “Señor, por favor, te pido que no te lleves a mi mamita porque yo la necesito, Señor por favor…Dios mío llévame a mí y deja a mi mamita con vida.” Al despertar, pude reconocer el amor de Dios hacia mi vida, y aún encontrándome tirada en el suelo, vino a mi mente y medité en el gran poder de Dios. Entendí que nada somos en esta vida, que ni aún las hojas de los árboles se mueven si no es por su poder. Todo esto pasó por mi mente en un breve instante y rápidamente traté de incorporarme para llamar a mi hija que estaba llorando, lejos de mí, pues al verme en ese estado, se asustó y se apartó. Cuando la llamo y ella me ve despierta, corre a mí, me abraza y con lágrimas en sus ojos me dice que me había visto muerta. Yo la abrasé y la consolé. Esto sucedió en el mes de Agosto del año 1976.
Así fue que pasaron los meses, y en los primeros días del mes de Febrero del año siguiente, Roxana—como se llamaba mi hija—se enfermó. Al llevarla a los médicos, estos no supieron diagnosticar la enfermedad. La llevé por segunda vez y luego una tercera vez. En esta oportunidad la dejaron hospitalizada porque no sabían que era lo que ella tenía. Le hicieron una serie de exámenes que finalmente dieron como resultado una Apendicitis Aguda y la tuvieron que intervenir de urgencia, pero la enfermedad ya había avanzado a una Peritonitis. Mi hija estuvo 17 días en el hospital, de los cuales yo la visité en cada uno de ellos. Un día viernes, como de costumbre me dirigí a verla, ella se veía mucho mejor, estaba recuperándose de su enfermedad. Ese día incluso saltaba y se daba vueltas en la cama y me decía: “Mamita, ya no me duele nada, ¿quieres que te muestre la cicatriz de mi operación?” “No”—le decía yo—“después cuando lleguemos a casa me la puedas enseñar”, pues a mi hija la darían de alta el día siguiente. Yo me sentía tan feliz, pues veía que mi hija se estaba recuperando. Pero al llegar a casa ese mismo día viernes y al contarle a mi esposo acerca de la mejoría que estaba experimentando mi hija, éste me miró y me dijo: “Luisa, el Señor se va a llevar a la Roxanita”. Al escuchar las palabras de mi esposo, le pregunté que cómo era posible que él dijera semejante cosa, si yo acababa de visitarla y le había visto tan bien. Incluso al día siguiente la tendríamos en casa nuevamente con nosotros. Pero mi esposo, me comentó que había asistido a la iglesia y allí Dios le había dado el testimonio de que él se llevaría a nuestra hija. Yo me rehusé a creer algo así.
Al día siguiente, cuando me dirigía a verla, justo me encuentro con que la estaban trasladando de urgencia desde el hospital donde se encontraba a otro que contaba con mejor implementación. Le pregunté al médico qué era lo que le pasaba a mi hija y por qué la estaban trasladando, el médico me dijo que subiera en la ambulancia en la cual la llevarían al otro hospital y en el camino él me dejaría al tanto de la situación. Mientras íbamos en camino, al ver a mi hija, ella me decía: “Mamita, no te preocupes por mí, porque yo estoy bien”, pero en sus ojos se advertía que ella realmente estaba muy grave. Cuando ella se encontraba ya interna en la sala de operaciones del otro hospital, doble mis rodillas en una sala de espera, y le entregué mi hija al Señor, diciéndole: “Señor, si es su voluntad dejar a mi hija con vida, sánela; pero si su voluntad es llevársela, llévesela; porque no quiero que ella sufra más.” Paso media hora, y el Señor se llevó a mi hija, fue para mí un dolor muy grande y profundo.
La muerte de mi hija la sufrí por mucho tiempo, estuve pasando por esta dura prueba durante un año y en mis oraciones le reclamaba al Señor, preguntándole: “¿Por qué te la has llevado?” Pues a medida que iba pasando el tiempo, mi dolor parecía ser más y más grande; tanto así que iba al cementerio a llorar, y estando allí con mi dolor, a veces me ponía a escarbar la tierra de su tumba pensando que la podría llegar a tocar. Con rabia le decía al Señor que había sido injusto. Mi aflicción llegaba al punto en que incluso su marca se comenzó a notar en una enfermedad que desarrollé en la piel de mi cuerpo.
Al cabo de un año, el Señor me respondió y me dijo el motivo por el cual se había llevado a mi hija. Y cuando el Señor habló a mi vida fue en una iglesia muy humilde, donde se debía caminar alrededor de dos horas para llegar hasta ese lugar. Allí, en aquella sencilla iglesia de campo, la presencia de Dios se sentía en gran manera y el Señor tomó por misericordia dos instrumentos y me hablaron, diciéndome: “Hija, esa vez la partida era para ti, pero yo te he dejado con vida y salud para que tú alabes y bendigas mi nombre… y tú tienes el testimonio.” Cuando el Señor me dice estas últimas palabras: “y tú tienes el testimonio”, vino a mí el recuerdo cuando estaba en mi iglesia orando con mi hija y me desmayé, ahí fue donde ella le dijo al Señor: “llévame a mí y deja a mi mamita con vida.” Luego el Señor me dice: “Recibe la paz en tu corazón, no como el mundo la da, sino como yo la doy, y recibe sanidad para tu cuerpo.” Fue entonces cuando pude reconocer el amor grande de Dios para con mi pobre vida y le pedí perdón por haberle reclamado por la muerte de mi hija. Pude reconocer que todo lo que hace Dios es bueno, aunque en su momento no lo lograba entender, pero ahora daba gracias a Dios por hacérmelo comprender. Desde ese instante el Señor sacó de mí ese dolor y ahora entiendo que no la he perdido, porque ella ahora está descansando en los brazos de mi Señor.
Hoy en día, cuando ya han pasado 34 años de su muerte, la recuerdo con mucha alegría, porque tengo la esperanza viva de que si soy fiel, un día la veré en el Reino de los Cielos junto a mi Dios.
Ruego a Dios, estimados lectores, que esta mi experiencia sirva para bendición y aliento a más de uno de ustedes. Para mi Dios de Paz que vive y reina por los siglos, sea toda Honra y Gloria para siempre.
—María Luisa Suazo
2 comments:
a mi me sirve, muchas gracias. Yo también tengo que pedirle perdón a dios porque le culpaba por llevarse a mi mamá
Dios le bendiga hermano(a) anónimo! Sin duda nuestro buen Dios sabe como restaurar el dolor en nuestros corazones por la pérdida de un ser querido.Saludos. -ieprochelle
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