
Muchas veces hemos escuchado la lectura de este pasaje de las Sagradas Escrituras, cuando estamos congregados en la iglesia, rindiendo culto de adoración a nuestro Dios, o tal vez en otras circunstancias. Y en esta oportunidad una vez más meditaremos en tan profundo mensaje. Deseando que el Espíritu Santo de Dios haga esa obra maravillosa en nuestras almas y conozcamos el valor que tiene para nosotros el Evangelio de Salvación; y así, asumamos con verdadera responsabilidad el altísimo precio que costó el rescate de nuestra alma de la esclavitud del pecado y de la muerte, pagado por el Señor Jesucristo, con tan horrendo sacrificio al morir clavado en la cruz.
Los condenados a la muerte de cruz eran expuestos a uno de los tormentos más cruentos y horrorosos que una era de crueldad jamás pudo ingeniar. Era el castigo romano de los más viles para esclavos y criminales que no fueran ciudadanos romanos. Con las manos y pies atravesados con clavos, quedando éstos fuertemente fijos en la madera de la cruz, para que resistiera el peso del cuerpo que quedaría colgando en ellos. Comenzaba así la lenta y terrible agonía del condenado, que podía durar de cuatro a seis días [1]. Nuestro Señor, en este caso, duró seis horas; esto se debió a la terrible tortura a la que fue sometido toda la noche y la madrugada antes de ser condenado a muerte, como lo veremos más adelante.
El Jueves en la noche, después de haber compartido las cenas (fueron dos) con sus discípulos, Jesús sale con los once hacia el huerto de los olivos. Se aparta una distancia prudente, se arrodilla y empieza a orar tan intensamente que su cuerpo sudaba, y su sudor eran como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra (Lc 22:44). En esta rogativa pide al Padre si era posible quitara de él esta copa (de la ira de Dios), pero finalmente le dice: que se haga tu voluntad Padre y no la mía (Lc 22:42). Esta oración en tres tiempos, duró varias horas. Recordemos que Judas ya había ido a hacer—como le dijo Jesús: lo que has de hacer hazlo pronto—los contactos para finalmente entregar al Maestro de Galilea en manos de las autoridades judías. Jesús sabía que en pocos minutos más debía beber la copa que el Padre le daba, era la etapa más difícil que le esperaba y tenía que obedecer hasta el final, debía beberla hasta la última gota. Si no lo hacía, toda la humanidad estaría perdida, cumpliéndose la escritura que dice: Mejor es que muera un hombre por el pueblo, y no toda la nación perezca (Jn 11:50). Cuando se levanta de la tercera oración, dice Jesús a sus discípulos que la hora de las tinieblas había llegado y el Hijo del Hombre sería entregado a juicio para ser condenado a muerte.
Aparece Judas Iscariote con la turba salvaje y lo rodean, pero antes, este discípulo traidor lo besa en la mejilla, cumpliendo lo que estaba escrito en los Salmos, cuando dice: Me han rodeado muchos toros; fuertes toros de basán me han cercado (Sal 22:12) y de Judas estaba escrito: Aún del hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzo contra mí el calcañar (Sal 41:9). El Maestro con mucho dolor reprocha a Judas, diciéndole: ¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre? (Lc 22:48). Sólo aquel que conoce la traición de un ser querido puede comprender este dolor que experimentó Jesús. Leamos lo que dice el Salmista (55:12-14): Porque no me afrentó un enemigo, lo cual habría soportado; ni se alzó contra mí el que me aborrecía, porque me hubiera ocultado de él; si no tú, hombre, al parecer íntimo mío, mi guía, y mi familiar; que juntos comunicábamos dulcemente los secretos, y andábamos en amistad en la casa de Dios. Luego Jesús, el hijo del Dios viviente, pregunta al grupo de alguaciles y sacerdotes fariseos que venían tras el traidor con linternas, antorchas y armas: ¿A quién buscáis? A Jesús Nazareno—ellos declaran. Y él les responde: Yo soy, y cuando dice: Yo soy, retrocedieron y cayeron a tierra (léase Jn 18:1-11). Así se cumple lo que está escrito también en los Salmos (27:2): Cuando se juntaron contra mí los malignos, mis angustiadores y mis enemigos, para comer mis carnes, ellos tropezaron y cayeron.
Los discípulos huyeron dejando solo al Señor en manos de la jauría humana de sacerdotes fariseos y escribas, cargada de odio y envidia, llevándolo para juzgarlo rápido, desde el Getsemaní al palacio del sumo sacerdote Caifás, quien estaba reunido con los escribas y ancianos hebreos (Mt 26:57-59). El Maestro de Galilea fue atado y golpeado de puñetazos, otros le abofeteaban y le escupían su rostro; mofándose le decían: profetízanos, Cristo, quién te golpeó, porque le habían vendado los ojos (Mt 26:68). Ignorantes de las escrituras, aquellos insolentes, no sabían que con su actitud cruel estaban cumpliendo lo que estaba escrito de Jesús: …Y aún de mi rostro no detuvieron su saliva (Job 30:10). ¡Oh hombres, faltos de entendimiento y del conocimiento de Dios! ¿Os burlaréis de él como quien se burla de algún hombre? (Job 13:9).
Señor Jesús, comprendemos tus sufrimientos cuando miramos tu Palabra Bendita que nos relata la historia del terrible suplicio al que fuiste sometido por amor a nuestras almas.
Los condenados a la muerte de cruz eran expuestos a uno de los tormentos más cruentos y horrorosos que una era de crueldad jamás pudo ingeniar. Era el castigo romano de los más viles para esclavos y criminales que no fueran ciudadanos romanos. Con las manos y pies atravesados con clavos, quedando éstos fuertemente fijos en la madera de la cruz, para que resistiera el peso del cuerpo que quedaría colgando en ellos. Comenzaba así la lenta y terrible agonía del condenado, que podía durar de cuatro a seis días [1]. Nuestro Señor, en este caso, duró seis horas; esto se debió a la terrible tortura a la que fue sometido toda la noche y la madrugada antes de ser condenado a muerte, como lo veremos más adelante.
El Jueves en la noche, después de haber compartido las cenas (fueron dos) con sus discípulos, Jesús sale con los once hacia el huerto de los olivos. Se aparta una distancia prudente, se arrodilla y empieza a orar tan intensamente que su cuerpo sudaba, y su sudor eran como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra (Lc 22:44). En esta rogativa pide al Padre si era posible quitara de él esta copa (de la ira de Dios), pero finalmente le dice: que se haga tu voluntad Padre y no la mía (Lc 22:42). Esta oración en tres tiempos, duró varias horas. Recordemos que Judas ya había ido a hacer—como le dijo Jesús: lo que has de hacer hazlo pronto—los contactos para finalmente entregar al Maestro de Galilea en manos de las autoridades judías. Jesús sabía que en pocos minutos más debía beber la copa que el Padre le daba, era la etapa más difícil que le esperaba y tenía que obedecer hasta el final, debía beberla hasta la última gota. Si no lo hacía, toda la humanidad estaría perdida, cumpliéndose la escritura que dice: Mejor es que muera un hombre por el pueblo, y no toda la nación perezca (Jn 11:50). Cuando se levanta de la tercera oración, dice Jesús a sus discípulos que la hora de las tinieblas había llegado y el Hijo del Hombre sería entregado a juicio para ser condenado a muerte.
Aparece Judas Iscariote con la turba salvaje y lo rodean, pero antes, este discípulo traidor lo besa en la mejilla, cumpliendo lo que estaba escrito en los Salmos, cuando dice: Me han rodeado muchos toros; fuertes toros de basán me han cercado (Sal 22:12) y de Judas estaba escrito: Aún del hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzo contra mí el calcañar (Sal 41:9). El Maestro con mucho dolor reprocha a Judas, diciéndole: ¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre? (Lc 22:48). Sólo aquel que conoce la traición de un ser querido puede comprender este dolor que experimentó Jesús. Leamos lo que dice el Salmista (55:12-14): Porque no me afrentó un enemigo, lo cual habría soportado; ni se alzó contra mí el que me aborrecía, porque me hubiera ocultado de él; si no tú, hombre, al parecer íntimo mío, mi guía, y mi familiar; que juntos comunicábamos dulcemente los secretos, y andábamos en amistad en la casa de Dios. Luego Jesús, el hijo del Dios viviente, pregunta al grupo de alguaciles y sacerdotes fariseos que venían tras el traidor con linternas, antorchas y armas: ¿A quién buscáis? A Jesús Nazareno—ellos declaran. Y él les responde: Yo soy, y cuando dice: Yo soy, retrocedieron y cayeron a tierra (léase Jn 18:1-11). Así se cumple lo que está escrito también en los Salmos (27:2): Cuando se juntaron contra mí los malignos, mis angustiadores y mis enemigos, para comer mis carnes, ellos tropezaron y cayeron.
Los discípulos huyeron dejando solo al Señor en manos de la jauría humana de sacerdotes fariseos y escribas, cargada de odio y envidia, llevándolo para juzgarlo rápido, desde el Getsemaní al palacio del sumo sacerdote Caifás, quien estaba reunido con los escribas y ancianos hebreos (Mt 26:57-59). El Maestro de Galilea fue atado y golpeado de puñetazos, otros le abofeteaban y le escupían su rostro; mofándose le decían: profetízanos, Cristo, quién te golpeó, porque le habían vendado los ojos (Mt 26:68). Ignorantes de las escrituras, aquellos insolentes, no sabían que con su actitud cruel estaban cumpliendo lo que estaba escrito de Jesús: …Y aún de mi rostro no detuvieron su saliva (Job 30:10). ¡Oh hombres, faltos de entendimiento y del conocimiento de Dios! ¿Os burlaréis de él como quien se burla de algún hombre? (Job 13:9).
Señor Jesús, comprendemos tus sufrimientos cuando miramos tu Palabra Bendita que nos relata la historia del terrible suplicio al que fuiste sometido por amor a nuestras almas.
Luego de largas horas de torturas y golpes, él es llevado atado ante el gobernador Poncio Pilato aún siendo muy de madrugada. Este, al interrogarlo, pudo darse cuenta que no era culpable de delito alguno. Le remitió a Herodes, como Jesús era Galileo, pertenecía a su jurisdicción; éste deseaba conocerlo, cuando vio a Jesús se alegró porque había oído hablar muchas cosas acerca de él, y esperaba verle hacer alguna señal (Lc 23:8). Pero como estaba escrito: Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores; enmudeció y no abrió su boca (Is 53:7). Herodes le hacía muchas preguntas, pero él nada le respondió (Lc 23:9). Como todo esto sucedía ante los principales del pueblo, sacerdotes y escribas; sintiéndose ofendido por esta actitud de Jesús, Herodes con sus soldados le menospreciaron y le escarnecieron, vistiéndole de una ropa espléndida; y nuevamente lo enviaron a Pilato. Este convocó a los principales sacerdotes, a los gobernantes y al pueblo, les dijo: No he hallado en este hombre delito alguno de aquello que le acusáis, y ni aun Herodes, porque os remití a él; y he aquí, nada digno de muerte ha hecho este hombre; le soltaré, pues, después de castigarle (Lc 23:13-16).
Así es que Pilato tomó a Jesús y le azotó. El látigo que se usaba para este castigo tenía varias correas con pedazos de plomo o metal afilado en las puntas. La víctima era desnudada hasta la cintura y atada a un poste. Este castigo se aplicaba antes de la pena capital, cada azote laceraba la carne, sangrando la espalda del condenado. A veces ocasionaba la muerte antes del último golpe [1]. Luego, la tortura continuaría. Los soldados lo llevaron dentro del atrio, esto es al pretorio, y convocaron a toda la compañía y le vistieron de púrpura, y poniéndole una corona tejida de espinas, comenzaron luego a saludarle: ¡Salve, Rey de los Judíos! Y le golpeaban en la cabeza con una caña, y le escupían y arrodillándose delante de Jesús le hacían reverencias (Mr 15:16-20). Indefenso el Maestro, humillado a lo sumo, contempla con lástima inmensa a los soldados que le maltrataban, mientras un fuego abrazador quemaba su espalda hecha pedazos por los azotes, y las espinas de la corona clavadas en la delgada piel de su cabeza le causan heridas haciéndola sangrar, debilitando aun más su lacerado cuerpo, y por su rostro la sangre se desliza lentamente desfigurándolo, como queriendo escapar de aquel Hijo del Hombre que continuarían martirizando. La fiebre empezaba a actuar en su cabeza tan golpeada, por la caña que habían puesto en su mano, y su cuerpo continúa luchando, creando las defensas para mitigar el dolor del intenso martirio. Pero ahí está el Maestro de Galilea, en silencio. ¡Solo! Cumpliendo en este proceso la palabra escrita paso a paso, con sus vestiduras manchadas con sangre de su cuerpo. ¿Por qué es rojo tu vestido, y tus ropas como del que ha pisado el lagar? He pisado yo solo el lagar, y de los pueblos nadie había conmigo, los pisé con mi ira, y los hollé con mi furor; y su sangre salpicó mi vestido, y manché todas mis ropas...Porque el año de mis redimidos ha llegado (Is 63:2,3,4). [Continua Parte 2]
Así es que Pilato tomó a Jesús y le azotó. El látigo que se usaba para este castigo tenía varias correas con pedazos de plomo o metal afilado en las puntas. La víctima era desnudada hasta la cintura y atada a un poste. Este castigo se aplicaba antes de la pena capital, cada azote laceraba la carne, sangrando la espalda del condenado. A veces ocasionaba la muerte antes del último golpe [1]. Luego, la tortura continuaría. Los soldados lo llevaron dentro del atrio, esto es al pretorio, y convocaron a toda la compañía y le vistieron de púrpura, y poniéndole una corona tejida de espinas, comenzaron luego a saludarle: ¡Salve, Rey de los Judíos! Y le golpeaban en la cabeza con una caña, y le escupían y arrodillándose delante de Jesús le hacían reverencias (Mr 15:16-20). Indefenso el Maestro, humillado a lo sumo, contempla con lástima inmensa a los soldados que le maltrataban, mientras un fuego abrazador quemaba su espalda hecha pedazos por los azotes, y las espinas de la corona clavadas en la delgada piel de su cabeza le causan heridas haciéndola sangrar, debilitando aun más su lacerado cuerpo, y por su rostro la sangre se desliza lentamente desfigurándolo, como queriendo escapar de aquel Hijo del Hombre que continuarían martirizando. La fiebre empezaba a actuar en su cabeza tan golpeada, por la caña que habían puesto en su mano, y su cuerpo continúa luchando, creando las defensas para mitigar el dolor del intenso martirio. Pero ahí está el Maestro de Galilea, en silencio. ¡Solo! Cumpliendo en este proceso la palabra escrita paso a paso, con sus vestiduras manchadas con sangre de su cuerpo. ¿Por qué es rojo tu vestido, y tus ropas como del que ha pisado el lagar? He pisado yo solo el lagar, y de los pueblos nadie había conmigo, los pisé con mi ira, y los hollé con mi furor; y su sangre salpicó mi vestido, y manché todas mis ropas...Porque el año de mis redimidos ha llegado (Is 63:2,3,4). [Continua Parte 2]
--Testigo Fiel
Referencia:
[1] Compendio Manual de la Biblia; Henry H. Halley, Editorial Moody.
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