Lo que cuesta perdonar

April 01, 2011

Llama la atención lo que Pablo en una de sus cartas exclama: ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rom 7:24). Expresión que da cuenta de la verdadera batalla de todo hombre y mujer, sea o no cristiano. No significa que el cuerpo físico en sí sea malo, y que debamos por lo tanto combatirlo y castigarlo, sino más bien el cuerpo aquí se refiere a la carne—o al ego—quien día a día actúa en absoluta independencia respecto de Dios y siempre procurando satisfacernos con cualquier cosa excepto el amor de Dios. La única manera de poder llevar una vida feliz en la tierra es combatiendo nuestro ego de acuerdo al modelo de Cristo. Lo que ocurre es que la persona que no conoce a Dios tal vez ni siquiera percibe que en muchos ámbitos de su vida actúa bajo la influencia de su ego o quizás simplemente no sabe cómo vencer los impulsos que el ego a diario le dicta. Pero los que son de Cristo—dice la escritura—han crucificado la carne [el ego] con sus pasiones y deseos (Gá 5:24).

A menudo, el ego nos inmiscuye en una muy dura batalla—que lamentablemente no siempre ganamos—cuando debemos perdonar a alguien que con su actuar o sus palabras nos ha agraviado. Y más aún si aquella persona que nos ofende es un ser querido o amado. En el caso cuando somos ofendidos o heridos por alguien, nuestro ego experimenta una sensación de pérdida o menoscabo que se intensifica con el tiempo en la medida que el recuerdo de los hechos emana de nuestra memoria. La sensación de menoscabo hace que el ego exija una compensación por el daño real o percibido. Y por tanto, deseamos que el ofensor reciba como respuesta una acción dañina equivalente al agravio que nos ha ocasionado para así contrarrestar la perdida que nuestro ego experimenta. Es en este preciso momento cuando nuestro ego nos dice: ¡trátalo como él te trató a ti! Desquítate, toma represalias, ajusta cuentas, o toma revancha contra él.

En la práctica observamos que aún siendo hombres y mujeres supuestamente nacidos de nuevo, posiblemente sean muchas las veces en que de inmediato obedecemos a la voz de nuestro ego en vez de obedecer a la voz de Jesús nuestro modelo. La cual nos dice: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra (Mt 5:39). En otras palabras, ¡no lo trates como él te trató a ti! No te desquites, no tomes represalias, no ajustes cuentas, o no tomes revancha contra él. Si él habló mal de ti, ¡calla! Tú no hables algo en su contra. Comprendiendo este principio es que el apóstol Pablo nos dice: No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal (Rm 12:21). Pero, ¿de qué forma podemos hacer el bien a una persona que nos ha agraviado? La respuesta es: siendo misericordiosos y perdonando (Ef 4:32). Si miramos el ejemplo de Abel, a quien Caín asesinó, la escritura dice que su sangre fue rociada en la tierra y desde allí clamaba por castigo para el homicida. Jesús, en cambio, mientras derramaba su sangre allí en la cruz, en medio de una brutal y cruel tortura, clamaba a favor de sus homicidas: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23:34). Hasta en el momento mismo de su muerte Jesús nos muestra cómo vencer, por eso es que su sangre rociada en la tierra habla mucho mejor que la de Abel (He 12:24). Así también cuando alguien comete un agravio en contra nuestra, debemos combatir esa voz interna que muchas veces clama por ajustar cuentas y, aunque el ofensor no lo merezca, desprender un acto de favor (misericordia) y no tomar en cuenta su agravio (perdón).

No obstante, el ego persiste inteligentemente en su lid por tratar de convencernos y nos explica: lo que él te hizo es muy difícil de perdonar y si Dios no cicatriza esta herida es prácticamente imposible. Deja mejor que el tiempo pase y una vez que Dios cure la herida—el ego nos sugiere—entonces podrás perdonar. Lo asombroso es que a veces muchos de nosotros sucumbimos ante dicho argumento. Por alguna razón se nos olvidan dos cosas: (1) que Dios no está de acuerdo con que dejemos el tiempo pasar, sino al revés, nos llama a redimir el tiempo y (2) que Dios ha desplegado en nuestra época toda la abundante riqueza de su gloria a favor de hombres y mujeres creyentes a fin de que éstos puedan actuar como él enseñó a través de Jesús nuestro modelo. ¡De modo que no hay excusa!

Jesucristo enseñó a sus discípulos que uno de los aspectos importantes de una correcta oración está relacionado con el perdón a aquellos que nos agravian, y lo señala así: Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6:12). En otras palabras, debemos solicitar perdón a Dios, dado que nosotros ya hemos perdonado a quienes nos ocasionan la sensación de pérdida o menoscabo a través de sus actos o palabras. Por esta razón es que Jesús a ellos les llama deudores, pues nos adeudan una reparación. Pese a ello, Dios nos pide ser misericordiosos y perdonar. Más aún el Maestro añade los siguiente: Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas (Mt 6:14-15.) Es decir, Jesús establece claramente que hay una condición para que nosotros recibamos el perdón de nuestro Padre celestial y ésta es que nosotros también perdonemos, de lo contrario tampoco nosotros recibiremos el perdón de nuestras ofensas. La enseñanza del Maestro es absolutamente contraria a la idea de dejar pasar el tiempo hasta que Dios sane la herida y entonces perdonar, más bien ella implica que como hijos de Dios debemos poseer siempre un corazón perdonador, porque como consecuencia del acto del perdón recibimos también la sanidad para nuestras heridas. Al mirar esta enseñanza, de verdad que necesitamos hacer nuestra la oración de David: Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, Y renueva un espíritu recto dentro de mí (Sal 51:10).

Otro ardid del ego ocurre en el caso cuando nuestro ofensor, consciente del daño que nos ha hecho, en forma humilde viene a solicitarnos el perdón. Ante este hecho, esa profunda sensación de pérdida o menoscabo se cancela y el ego experimenta la satisfacción de estar siendo reparado. La deuda se anula, pero el ego procura sacar provecho de la situación y trata de prolongar el estado de satisfacción interior. ¿Cómo? En ese preciso momento el ego insiste nuevamente: después de todo el daño que él te causó—y trae a nuestra memoria el recuerdo de los hechos—no le entregues inmediatamente tu perdón. Nos dice: ¡espera!  muéstrale que no es tan fácil obtener tu perdón. El ego endurece su posición, pues en el fondo no sólo desea el pago de la deuda, sino también “los intereses.” Pero Jesús da una orden a sus discípulos: Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso (Lc 6:36). Y el profeta Isaías define el carácter de Dios cuando dice: Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar (Is 55:7). De manera que al igual que Dios, nosotros debemos ser amplios en perdonar si decimos ser sus discípulos. Esta es la idea que Jesús también enfatiza a Pedro cuando le dice que debemos perdonar hasta setenta veces siete.

Una de las características de aquellos que han encontrado la senda de la felicidad es que son misericordiosos y la palabra del Señor dice que como resultado: ellos alcanzarán misericordia (Mt 5:7.) La pregunta que surge es: ¿Cómo podemos llegar a tener un corazón perdonador? La respuesta inequívoca dice que la única forma es crucificando la carne—o el ego—todos los días de nuestra vida. La mala noticia es que intentar hacerlo humanamente no sólo es difícil sino imposible. Todavía no hay una terapia humana capaz de ayudarnos a vencer el ego y lo peor es que jamás la habrá. La buena noticia, sin embargo, es que la Gracia de Dios que fue otorgada por medio de Jesús en la cruz para toda la humanidad se encuentra ampliamente disponible. La Gracia de Dios constituye la única y verdadera esperanza para que nosotros experimentemos cada día—in crescendo—victoria sobre los impulsos internos de nuestro ego. Si anhelamos ser misericordiosos y tener un corazón perdonador tal como Dios anhela de quienes han supuestamente nacido de nuevo, la Gracia de Dios es lo que día a día debemos solicitar a Dios en oración más que cualquier otro anhelo en la vida. ¡Este es el don del sacrificio de Jesucristo! Con justa razón Pablo decía: Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro (Rom 7:25.)

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