Son muchas las batallas que como seres humanos debemos afrontar en nuestro paso por la vida terrenal. Pero la lucha más grande es con nosotros mismos, con nuestro propio ego, o lo que la Biblia denomina “carne.” El dominio que el ego ejerce es tan fuerte y a la vez tan sutil que en forma natural sesga nuestro comportamiento habitual. Tanto así, que a veces ni siquiera logramos percibir que estamos actuando bajo su influencia. Cuando todo nuestro quehacer es motivado por lo que dicta nuestro ego las consecuencias resultan ser a la larga desastrosas para nuestras vidas. Por esta razón es que Dios estableció el camino del amor como mecanismo único de redención para nosotros los seres humanos. Y es precisamente aquí donde se ve la diferencia entre el que verdaderamente sirve a Dios y el que no le sirve.
Es probable que la persona que no conoce a Dios ni siquiera sepa que en muchos ámbitos de su vida actúa bajo la influencia de su ego, y en aquellos en los que conscientemente si se da cuenta, tal vez opone ninguna resistencia o simplemente aunque así lo anhele no puede vencer los impulsos que el ego le dicta. No obstante, la premisa básica de un hombre o una mujer que sirve a Dios por amor es que procura cada día salir victorioso de esta lucha. Al entender esto, de inmediato nos surgen preguntas como: ¿En qué casos se da esta batalla con mi ego? ¿Cómo puedo vencer mi ego o mi carne?
Sería largo enumerar todas las situaciones en las que nos vemos enfrentados a nuestro ego. Pero, en general, cada vez que éste vislumbra el potencial de ganar o perder algo valioso para sí no dará tregua sino que tenazmente embarcará a todo nuestro ser en una dantesca lucha interna. Un muy claro ejemplo es cuando hemos ofendido a nuestro prójimo y una vez reconociendo nuestro error debemos solicitar su perdón. Bajo estas circunstancias, el aparataje de la naturaleza humana trabaja en nosotros para evitar por cualquier medio el acto de reconocer ante la persona ofendida que hemos cometido un error. ¿Y por qué es esta lucha? Porque el ego vislumbra la posibilidad de una gran pérdida, que normalmente está asociada a nuestra imagen.
La primera artimaña que utiliza el ego es preguntarnos: ¿Tú vas a pedir perdón? Y trae a la mente las imágenes de lo que creemos ser. La carne nos muestra un auto-retrato que en la mayoría de los casos resulta inexacto, o una construcción mental muy superior de lo que verdaderamente somos. Es verdad que cometiste un error contra él—nos dice el ego—pero una persona con tu estatura puede esporádicamente darse ese tipo de licencia, esta vez no está mal y a todo el mundo le ocurre, con mayor razón a aquellos que son lo que tú eres. Sin embargo, Pablo inspirado por Dios nos aconseja diciendo: Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno (Ro 12:3.) Como cristianos siempre debemos pensar sobre nosotros mismos con discreción. Esto significa no tener un concepto más elevado de nosotros sino solo lo que corresponde. Para ganar esta batalla es que Pablo aconseja que debemos valorar a los demás mucho más de lo que nos valoramos a nosotros mismos (Fil 2:3). Y esto, no como una mera formula o regla que intelectualmente reconocemos sino más bien como algo que se siente y emana desde lo más profundo de nuestro corazón.
A pesar de lo que nos enseña la escritura, a veces damos lugar para que el ego vuelva a la carga y siga dialogando con nosotros: ¿Y finalmente vas a enfrentar a tu ofendido? Si tú le solicitas perdón, llegarás eventualmente a ser un rehén de sus propios caprichos y eso es mucho mejor evitarlo. El tiempo es el mejor curador de las heridas—el ego insiste—verás como pronto él se olvidará de todo. Es conveniente a veces ahorrar palabras, de modo que cuando te encuentres con él simplemente se tú el primero en saludarle u ofrecerle un rostro amable, él lo va a entender y verás como el tiempo sepultará todo este episodio.
Lo triste de todo es que normalmente obedecemos al consejo de nuestro ego en vez de obedecer a las enseñanzas del mismo Jesús que nos dice: Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda. Ponte de acuerdo con tu adversario pronto, entre tanto que estás con él en el camino, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al alguacil, y seas echado en la cárcel (Mt 5:23-25.) En otras palabras, no debiéramos dejar pasar ni un minuto desde el momento en que reconocemos haber ofendido a nuestro prójimo para solicitarle perdón. Tal como le ocurrió a Pablo, cuando el sumo sacerdote violando toda justicia ordenó a los que estaban junto a él que le golpeasen en la boca por testificar acerca de su conversión a Cristo, y Pablo sin saber que estaba frente al sumo sacerdote le responde: ¡Dios te golpeará a ti, pared blanqueada! ¿Estás tú sentado para juzgarme conforme a la ley, y quebrantando la ley me mandas golpear? Entonces los presentes le interpelaron: ¿Al sumo sacerdote de Dios injurias? Inmediatamente que Pablo se da cuenta, a pesar de estar siendo tratado injustamente, se disculpa diciendo: No sabía, hermanos, que era el sumo sacerdote; pues escrito está: No maldecirás a un príncipe de tu pueblo (Hch 23:1-5.) Esta es la actitud que como seguidores de Jesús siempre deberíamos tener y a lo que él se refiere cuando dice: ponte de acuerdo con tu adversario pronto [i.e., lo más rápidamente posible], entre tanto que estás con él en el camino.
Aún con todo lo anterior, nuestro ego exclama: Pero si tú le pides perdón, ¡te menoscabas a ti mismo! Procura mantenerte al menos a su misma altura pero no te muestres inferior a él. ¡Está bien! Pídele perdón—nuestro ego sugiere—pero no olvides presentar también una buena justificación de tu actuar. Y comienza nuestra mente a hilvanar una coartada para así no vernos tan mal solicitando perdón a nuestro prójimo, pues en el fondo una justificación puede bajar el perfil a nuestra ofensa. Pero Santiago (5:16) nos recomienda: confesaos vuestras ofensas unos a otros. Como herederos de la naturaleza de Adán, siempre procuramos justificarnos, ¡siempre! Así fue como actuó Adán en el huerto del Edén, Dios le preguntó: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comieses? Y el hombre respondió: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí (Gen 3:11-12.) Adán se justificó así mismo frente a Dios tratando de empequeñecer su falta, también lo hizo Eva su mujer, y es lo mismo que a cada uno de nosotros se le viene a la mente hacer como en un acto reflejo. Sin embargo, cuando seguimos a Cristo, todas las cosas son hechas nuevas, por lo tanto no debemos justificarnos cuando pedimos perdón a nuestro prójimo, sino simplemente debemos confesar nuestro pecado contra la persona que hemos ofendido sin añadir nada más, solo reconocer nuestra falta: ¡Por favor perdóname! Reconozco sinceramente haber cometido un error contra ti, perdóname. Y junto a ello reparar cualquiera sea el daño que hayamos cometido.
Hemos sido llamados a vencer nuestra carne, o ego, todos los días de nuestra vida. En eso consiste la batalla del cristiano. La pregunta que debemos hacernos es: ¿Estamos realmente venciendo nuestro ego? ¿O tal vez sin darnos cuenta cada día que pasa nuestra carne nos propina una derrota? A la luz de la palabra de Dios, a muchos de nosotros tal vez resta todavía una amplia brecha para alcanzar la estatura de un verdadero seguidor y discípulo de Cristo. Pero, la única esperanza para que nosotros seamos victoriosos es la Gracia de Dios. ¡No hay otro camino! Algunos hombres y mujeres promueven otras formas para ganar esta batalla usando vías tales como el yoga, la meditación trascendental, cursos sobre manejo de ira, técnicas de auto-mejoramiento y pensamiento positivo. Tales cosas tienen a la verdad cierta reputación en cuanto a la ejercitación que permite disciplinar el cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne. La palabra del Señor declara que es imposible vencer nuestra carne o ego usando métodos humanos. ¿Cómo podemos entonces vencer nuestro ego? La sola y única forma es a través de la Gracia de Dios que fue otorgada por medio de Jesús para toda la humanidad en el madero de la cruz. Es la razón por la cual debemos aceptar a Jesús e invitarle a morar en nuestro corazón. He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo (Ap 3:20.)
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