La Comunión con el Padre

November 14, 2011

Santiago (1:16) lo llama: Padre de las luces. Pablo—físicamente hablando—dice de aquel a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, que habita en luz inaccesible (1Ti 6:16). De la nueva Jerusalén se dice que no existe allí necesidad de luz de lámpara, ni luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará (Ap 22:5). En otras palabras, Dios es una luz tan brillante que ningún ser humano puede acercarse a él físicamente. Nuestros cuerpos humanos como tales no lo resistirían, y por lo mismo es que para estar delante de su presencia necesitamos un cuerpo incorruptible, capaz de operar en base a leyes físicas que desconocemos absolutamente. Pero Dios no solamente es una luz física, sino también una luz espiritual que nos llama a tener comunión con él. Algo que los apóstoles experimentaron, tal como lo indica Juan, y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo (1Jn 1:3.)

Los apóstoles pasaban a sus seguidores una verdad que directamente recibieron de los labios de Jesús: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él (1Jn 1:5). Enseñanza que también nosotros debemos ahora transmitir a otros, sin antes experimentarla en nuestras propias vidas. Dios es luz, y su pureza es tal, que ni siquiera una partícula infinitesimal de oscuridad puede ser hallada en él. Esto es muy importante, ya que cuando verdaderamente la criatura tiene comunión con el Padre es porque ella y él tienen algo en común: Su Espíritu Santo. El cual es enviado a morar en el corazón del creyente en el instante en que éste verdaderamente se arrepiente de sus pecados y acepta el sacrificio de Jesucristo en la cruz por su vida. Es tal el trabajo que el Espíritu Santo hace en el corazón del creyente que se genera una relación intima, de plena confianza, que le hace llamar a Dios: ¡Abba, Padre!—i.e., con mucho amor ¡Papá! (Gá 4:6). No es una mera fórmula aprendida sino que es un sentimiento que emana de lo más profundo de nuestro ser. Como resultado de esta verdadera comunión con el Padre, las tinieblas existentes al interior de nuestro corazón van siendo disipadas por su gloriosa luz. ¿Y cómo ocurre esto? El Espíritu Santo va extrayendo desde el fondo del corazón nuestra propia oscuridad, y nos la muestra, la cual debemos reconocer en un acto de honestidad delante del Señor, y la sangre de Jesucristo es la que nos limpia de todo pecado. Esta constituye la marca del verdadero creyente y los apóstoles llamaban a sus seguidores a verificar este hecho como resultado de una fe genuina en Dios. Por lo mismo es que Juan escribe a la iglesia: si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad (1Jn 1:6). Afirmar que tenemos comunión con Dios—llamándole Padre—sin vivir esa comunión con él nos hace ser mentirosos. Una vez más, esto no es una mera fórmula sino el resultado de una fe genuina en Dios.

La biblia declara que el Señor nos llamó de las tinieblas a su luz admirable (1Pe 2:9). Es decir, antes de conocer a Dios, todos andábamos y nos revolvíamos en las tinieblas. El apóstol Pablo cita varias características de aquellos que andan en tinieblas, pero llaman la atención dos de ellas. Una característica de alguien que anda en tinieblas es que no hay temor de Dios delante de sus ojos (Ro 3.18.) Y cuando se habla de temor de Dios, la referencia no es al miedo de recibir un castigo por algo que se ha cometido, sino más bien a aquel temor reverente de ofender al Padre con algo que se puede cometer u omitir. Las personas que andan en tinieblas no poseen este tipo de temor. Ellas simplemente actúan según lo que les dicte su corazón sin importar si ofenden o no a Dios, porque no le conocen. Otros que tal vez han oído hablar de Dios, construyen en su mente una imagen de un ser castigador y por ese temor pudieran retenerse el deseo de hacer algo, pero eso no significa que no anden en tinieblas. Lo único que les aplaca a actuar es el miedo al castigo, pero en su corazón aún se deleitan en las tinieblas. Si una persona que se denomina cristiana dice tener comunión con el Padre y evita hacer cosas que tiene en su corazón solamente por el miedo al castigo, es tal cual como una persona que anda en tinieblas. Juan dice que el tal no practica la verdad, i.e., no es un verdadero cristiano, está mintiendo.

Un cristiano cuya comunión verdaderamente es con el Padre tiene temor de ofenderle y se deleita en obedecerle en todo lo que él ordene pues de esa forma está seguro que jamás ofenderá a su querido Padre. Está seguro del amor del Padre hacia él como su hijo y quiere sólo corresponder a ese amor. Anhela desterrar el enojo de su corazón, no por temor a un castigo, sino para así no ofender a su Padre; desea con el alma crecer en amor hacia sus enemigos, porque quiere ser como su Papá; hace pacto con sus ojos para no codiciar lo indebido, a fin de no ofender a su amado Padre. La verdadera comunión con Dios, nos hace acercarnos sin miedo cada vez más al Padre de las luces, aunque las tinieblas que afloran de nuestro engañoso corazón por un momento nos avergüencen, pero solicitamos al Padre que nos purifique para ser como él y él remueve lo vil de nuestro corazón.

Otra característica de los que andan en tinieblas es que todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús (Fil 2:21.) Las personas que andan en tinieblas hacen todo pensando en lo que más les conviene a ellos, se mueven por la vida usando criterios de conducta egoísta que promueven el beneficio personal. Por regla general, el ser humano tiende a hacer aquellas actividades que sólo maximizan su beneficio o minimizan su costo. Es muy difícil desprenderse de esta ley natural que opera en nuestras mentes, Dios es el único que puede ayudarnos en esto. Por tanto, si una persona que se denomina cristiana dice tener comunión con el Padre y va detrás de la conveniencia personal, en desmedro de lo que más le conveniente a Dios, posee ninguna diferencia con otra que anda en tinieblas. Por ejemplo, el Padre le pide algo que podría significar un sacrificio, pero no lo hace porque eso lleva asociado un costo que no está dispuesta a asumir, prefiere que lo haga otro. No da de gracia como se lo pide su Padre, sino sólo por recibir algo a cambio. Por muy comprometida que parezca, deja de lado los negocios del Padre sin importar lo imprescindible de ellos, por los negocios personales terrenales. Le cuesta obedecer al Padre porque en el fondo no le gusta la honra silenciosa que proviene de él, prefiere hacer algo más vistoso que le reditúe en honra de parte de los hombres, sin importar si es o no lo que beneficia al Padre. En otras palabras, tal persona desea estar cerca del Padre, porque quiere obtener lo máximo de él haciendo lo mínimo para él. Una vez más, Juan dice que tal tipo de cristiano no practica la verdad, simplemente está mintiendo, aunque vaya al templo, lea la biblia, ore o alce sus manos para glorificar al Padre. Un cristiano cuya comunión verdaderamente es con el Padre, hace todo lo que él le pida sólo por amor, sin esperar nada a cambio. Por definición el amor no busca lo suyo, sino el bien del otro, incluso a expensas del sufrimiento o sacrificio personal (1Co 13:4-7).

Antes de conocer a Dios, nos encontrábamos en tinieblas, pero ahora vamos caminando hacia la luz admirable de Dios. La luz vino a nosotros y por la gracia del Señor amamos más la luz que las tinieblas. Si verdaderamente estamos dejando atrás el camino de las tinieblas, entonces cada pensamiento albergado en nuestro corazón y acto de nuestras vidas pasará por el escrutinio del temor de ofender a nuestro querido Padre. Cada acción en nuestras vidas no es gatillada por la búsqueda de nuestro propio interés, o el de los míos, sino solamente por aquello que beneficia a nuestro amado Papá. La comunión con él es lo más importante en nuestras vidas. Hacemos nuestras las palabras del Salmista: ¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra (Sal 73:25). Un comportamiento interno de este tipo no es otra cosa que el resultado de una fe genuina en Dios.

Una de las cosas más preciadas para Jesús era la comunión con su Padre. El decía yo y el Padre somos uno (Jn 10:30). La copa amarga que le tocó beber implicaba romper lo más preciado para sí, su comunión con el Padre. Allí en la cruz del calvario, en el momento en que todo el pecado del mundo—su pecado amigo lector y el mío—fue cargado sobre él, Jesús enfrentó no sólo el dolor de una muerte física horrenda sino por tres horas la lejanía de su amado Padre. Elevó su voz como pudo el maestro, sacando las pocas fuerzas que ya quedaban, para exclamar: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mt 26:39.) El único periodo en que Jesús vivió la completa ausencia del Padre fue por causa de nuestros pecados y para permitir que nosotros disfrutemos de aquella misma comunión que él tuvo con su Padre aquí en la tierra. ¡Que maravilloso acto de amor! ¿Cómo entonces no hemos de valorar la comunión con nuestro Padre? Si decimos que tenemos comunión con el Padre nos sumergiremos cada vez  más en su luz, dejando las tinieblas atrás. Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado (1Jn 1:7.) ¡Dios nos bendiga!

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