Entonces los humildes crecerán en alegría en Jehová, y aun los mas pobres de los hombres se gozarán en el Santo de Israel (Isaías 29: 19)

La palabra felicidad se refiere al estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien. Esta satisfacción la expresa quien la adquiere: con júbilo, con alegría, con gusto. Todo esto producto de haber alcanzado una meta deseada y buena. Este estado, además, produce paz interior, lo que hace sentirse satisfecho y alegre. La felicidad, se busca, y requiere muchas veces grandes sacrificios para lograrla. Esto es en la vida secular. Pero no es duradera, es efímera, o sea, de corta duración. La felicidad que viene de Dios, es regalada, es ofrecida por medio del sacrificio de Cristo. Pero nadie quiere aceptarla, porque no se puede reducir en bienes materiales. A esto se llama la felicidad no buscada y no deseada. La felicidad, como se dijo anteriormente, es un estado de ánimo interior. Satisfacer las precariedades, no es felicidad, es alegría por el bien logrado. Aunque esto pueda permitir mejorar la situación anterior, luego el individuo descubre que tiene nuevos intereses, se sentirá insatisfecho y triste. Sin embargo la verdadera felicidad, aquella que pocos buscan es más profunda: llena el alma y la inunda de alegría y la sacia de gozo, que a través del tiempo no empobrece el espíritu de quién la posee, sino que lo enriquece, haciéndole más humilde y feliz. Y no se disipará con el transcurso de los años ¡Es eterna!
La felicidad que viene de Dios es de un goce perpetuo para el creyente fiel, lo dice el profeta Isaías (35:10): Y los redimidos de Jehová volverán, y vendrán a Sión con alegría; y gozo perpetuo será sobre sus cabezas; y tendrán gozo y alegría, y huirán la tristeza y el gemido. ¡Esta es verdadera felicidad! Dios invita a los hombres a participar de esta felicidad diferente y verdadera que permanecerá en el tiempo. Se la ofreció al pueblo de Israel, diciéndole: Mas os gozaréis y os alegraréis para siempre en las cosas que yo he creado (Is 65:18). Pero ellos despreciaron esa bendición que hoy nos ha llegado a nosotros sin buscarla.
Los hombres han querido definir la felicidad de diferentes puntos de vista, tanto filosófico, psicológico, antropológico, religioso, etc., pero no coinciden en la descripción de cómo llegar al estado de la felicidad. Esto se ha procurado varios siglos antes de la venida de nuestro Salvador Jesucristo quien abrió las puertas a la verdadera felicidad para todo hombre de buena voluntad; al vencer la muerte en la cruz y resucitar al tercer día de entre los muertos. Este es uno de los tantos misterios del evangelio: la felicidad comienza en la criatura de buena voluntad, que acepta la invitación que hiciera humildemente Jesús en el Sermón del Monte, pronunciando las bienaventuranzas para ser puestas en práctica (ver Mateo capítulo cinco).
Para terminar diremos que los atenienses, queriendo conocer la felicidad (el evangelio de Jesucristo) que predicaba el apóstol Pablo, lo invitaron al areópago—tribunal superior de la antigua Atenas, célebre por su reputación de sabiduría—y les entrega el mensaje de su Señor que lo introdujo al camino de la felicidad cuando iba camino a Damasco. Historia que todos conocemos. No era esta la felicidad que buscaban estos sabios griegos, se mofaron del apóstol Pablo (Hch 17:32). La felicidad no es bienestar económico, ni satisfacción en los placeres de la carne, tampoco títulos y galardones, ni reconocimientos sociales, menos la abundancia de dinero. Tampoco se logra por medio del cúmulo de conocimiento. ¡Es gozo y alegría en el Espíritu Santo en los humildes de corazón! Como lo hace notar el Maestro al terminar su sermón: Gozaos y alegraos [i.e., sean muy felices], porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes que vosotros (Mt 5:12). Todo esto es para los pobres de espíritu, como anteriormente se dijo: Entonces los humildes crecerán en alegría en Jehová, y aun los más pobres de los hombres se gozarán en el Santo de Israel (Is 29:19). Hay muchas disciplinas que procuran enseñar como llegar a ser felices sin necesitar a Dios para ello, pero son ilusorias y pasajeras.
La verdadera felicidad es como una gran ciudad que no se puede describir con palabras humanas, a la que se nos invita a ir y vivir gratuitamente por una eternidad, como lo dice el apóstol Pablo. ¡Cómo será su esplendor y gloria! Porque nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo (Fil 3:20). Al pueblo de Israel se le prometió la tierra que fluía leche y miel, no le creyeron a Dios quedando todos en el desierto los que salieron desde Egipto, con excepción de Josué y Caleb. Y Dios cumplió. Recibiendo los hijos la heredad prometida. Ahora tenemos promesa de herencia en los cielos por nuestro Señor Jesucristo, cuando nos dice a los que vamos siguiendo sus huellas: No temáis manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino (Lc 12:32). ¿Nos quedaremos también en el camino? ¿No habrá motivo para el fiel creyente, caminar pleno de felicidad, hasta que su gozo sea cumplido? Entrar al Reino de Dios. El Eterno os colme de fuerzas para continuar hasta llegar a recibir su gran dádiva. ¡Para Dios sea toda la gloria y la honra!
—Testigo Fiel
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