Mateo 5:3 nos dice: Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
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Foto: illusionsgallery.com |
La palabra bienaventurado (gr., makarios) significa afortunado, próspero y feliz. Lo primero que Jesús comenzó a enseñar a sus discípulos en el Sermón del Monte fue las características de un hombre feliz. Esto no significa felicidad en el corto plazo como a veces la gente piensa haber encontrado, sino que es bienestar espiritual, tener la aprobación de Dios, y por lo tanto un destino mucho más feliz—o felicidad en el largo plazo (más allá de la vida terrenal). ¿Por qué Jesús inicia su mensaje con esta enseñanza? Esto se debe a que todos nosotros, los seres humanos, tenemos un objetivo intrínseco en la vida que nos dirige hacia la búsqueda de la felicidad.
Algunas personas miden la felicidad comparando que tan satisfechos ellos se sienten con sus vidas al considerar la cantidad de "dinero en el bolsillo", e.g., entre más dinero tenemos, más satisfechos nos sentimos. Otros miden la felicidad comparando cómo se sienten hoy con respecto a un periodo de vida anterior, por ejemplo, ¿soy más respetado por la gente hoy que antes? ¿Estoy en un estado de menor sufrimiento que antes? ¿Me encuentro haciendo una labor intelectualmente más motivadora que antes? Si usamos algunas de estas medidas, entonces Dinamarca sería el país más feliz del mundo, según Forbes 2010. Nosotros en forma natural tendemos a pensar que las cosas externas producen un bienestar interno. Y aunque esto puede ser cierto en el corto plazo, en el largo plazo es absolutamente falso. Esta es la razón por la cual Jesús comenzó a enseñar cuáles son las características de un hombre feliz. Y la característica fundamental es ser pobre en espíritu, lo cual significa que conscientemente reconocemos la gran necesidad espiritual que tenemos.
Hace muchos años atrás, recuerdo que frecuentemente una niña de sencillas ropas, a veces descalza, golpeaba la puerta de nuestra casa para solicitar algo de comer, fuera invierno o verano. En su mirada transmitía su humildad y con voz tímida decía: “¿tiene un pedacito de pan?” De inmediato mis padres le suplían de pancito y otra cosa que hubiera. Una niña pobre que consciente de su falta de alimento material todos los días golpea una puerta para solicitar el pan necesario para subsistir. Así también un hombre o mujer pobre en espíritu que está consciente de su necesidad espiritual, todos los días golpea la puerta de Dios para solicitar la gracia necesaria para vivir en esta tierra. ¿Gracia para qué?
La palabra del Señor dice que los hábitos, apetitos y tendencias de la mente están continuamente inclinados al mal. Génesis (6:5) nos dice: Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal. (Véase también Romanos 3:23). Cuando un varón corriendo viene y llama a Jesús: Maestro bueno, él le responde: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios (Mr 10:17-18). Ni el Maestro—siendo Dios—se encontró asimismo bueno estando en semejanza de cuerpo de pecado. ¿Cuántas veces porque hacemos un favor a alguien tenemos la arrogancia de reposadamente encontrarnos buenas personas? Nos olvidamos que todo lo que tenemos por sublime delante de Dios es abominación (Lc 16:15). Isaías (64:6) dice: Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento. La única cosa que podemos hacer para agradar a Dios es tener fe en él. En Hebreos (11:6) dice: Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan. Lo triste para nosotros es que ni siquiera fe en él es algo que podemos generar. Es como si estuviéramos en una cárcel totalmente hermética, atrapados en un cuerpo que produce nada bueno. No hay escapatoria para nosotros, sino sólo la gracia de Dios.
A menos que Dios quiera revelarse a nosotros, no podemos venir a él. Afortunadamente, él si se reveló a nosotros, a través de la naturaleza (véase Romanos 1:19-20), su palabra, y en los postreros días mediante su Hijo (He 1:1-3). Por eso Jesús dice: Yo soy el camino (Jn 14:6). Pablo también dice: Y al que puede confirmaros según mi evangelio y la predicación de Jesucristo, según la revelación del misterio que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos, pero que ha sido manifestado ahora, y que por las Escrituras de los profetas, según el mandamiento del Dios eterno, se ha dado a conocer a todas las gentes para que obedezcan a la fe (Ro 16:25-26). Por ello es que podemos pedir a Dios: ¡Señor por favor auméntanos la fe!—es lo único que puede agradar a Dios.
Aquellos con mayor necesidad espiritual son más propensos a percibir su real necesidad y a depender de Dios solamente y no de su propia bondad. Cuando reconocemos que estamos espiritualmente necesitados, y Dios es el único que puede satisfacer esa necesidad, el reino de los cielos con todas sus implicancias es nuestro.
En conclusión, si queremos llegar a ser hombres o mujeres felices en el largo plazo, i.e., más allá de nuestra vida terrenal, debemos sinceramente buscar cada día ser más pobres en espíritu—no espiritualmente arrogantes. Humildemente reconocemos todos los días que necesitamos a Dios para vivir en esta tierra. Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; Y salva a los contritos de espíritu (Sal 34:18).
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