La honestidad hacia Dios

January 02, 2012

Jesús había sido ya crucificado en aquel momento, justo en medio de dos malhechores. El espectáculo para algunos era ver el sufrimiento de tres personas que están siendo expuestas a un tormento cruento y horroroso. Para otros, sus amigos y seres queridos, una imagen horrenda que desgaja lágrimas de grito y llanto por tan brutal sufrimiento. Los tres emprendían el último tramo de sus vidas hacia la muerte, sobrellevando el terrible dolor de sus manos y pies clavados resistiendo todo el peso de sus cuerpos. Así, en ese estado, con dificultad para respirar y sostenerse, moribundos, balbucean en un gran esfuerzo sus últimas palabras y en plena agonía sostienen una de las más importantes conversaciones registradas en las escrituras (Lc 23:39-43).

Uno de ellos no cree que el Mesías se encuentre allí clavado junto a él, e injuriándole demanda una señal: sálvate a ti mismo. Aún más, en un acto de absoluta deshonestidad, estando ad portas de la muerte, agrega: y [también] a nosotros. El Maestro agónico en la cruz escucha aquellas desafiantes palabras y tal vez se esfuerza para contemplarle. El otro, sin embargo, notando la crudeza de su compañero, le reprende: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Y agrega con absoluta honestidad: nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo. Al decir estas palabras no sólo reconoce al justo muriendo injustamente, sino además que su propio castigo era el merecido por sus malas obras, y pide a Jesús: acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Su dolor hacía irrelevante los detalles sobre el tiempo preciso de aquel advenimiento, sólo pide al Señor acuérdate de mí. A través de este pasaje, la escritura nos entrega el contraste entre dos personas de similar condición, ambos eran pecadores, pero en el momento último de sus vidas, uno de ellos fue honesto y el otro no. Sin duda que estas palabras llamaron la atención de Jesús. Hace un esfuerzo el Maestro para contemplar a aquel que creyendo en él aceptó de manera honesta su condición de pecador, y sólo a él responde: de cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. La maravillosa respuesta del Señor debe haber mitigado completamente el sufrimiento de aquel pobre malhechor, quien consolado así esperó tranquilo la muerte.

Si hay algo que Dios aprecia en su relación con el hombre es la honestidad. El es honesto con nosotros, nos dice siempre la verdad, por eso David le llama Dios de verdad (Sal 31:5) y Pablo declara sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso (Ro 3:4). Asimismo, el ser honestos con Dios constituye la base de nuestra relación con él. Vemos que Jesús tuvo gran estima por la honestidad de aquel malhechor en su conversación. Pues la honestidad es la que nos conduce a un verdadero arrepentimiento. También en su conversación con la mujer samaritana, Jesús aprecia de tal manera la honestidad de ella que incluso le revela el secreto de cómo debemos adorar al Padre (ver Jn 4:23). La adoración es en espíritu y en verdad. Lo último implica absoluta honestidad; es decir, reconocemos y aceptamos lo que verdaderamente somos por dentro, y es eso lo que exactamente declaramos ante Dios.

¿Pero en qué precisamente Dios desea que nosotros seamos honestos con él? La respuesta la entrega el apóstol Juan cuando dice: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros (1Jn 1:8.)  Lo inquietante es que Juan no dice esto a los no-creyentes, sino a nosotros quienes decimos ser cristianos.

En la vida encontramos todo tipo de personas. Hay casos de personas que habiendo cometido actos ilícitos probados ante la justicia no reconocen ser pecadoras. Otros se encuentran asimismos buenas personas por el simple hecho de llevar una vida de acuerdo a la moral y a las buenas costumbres. Hay también personas que piensan que por el hecho de practicar una religión son mejores que otros. Y esto lamentablemente ocurre también a personas cristianas que piensan que por el hecho de asistir a una iglesia, ser amigo de un evangelista, de ayudar a los pobres, de ocupar una posición dentro de la iglesia, de diezmar, etc., son mejores que otras personas, incluso mejores que otros creyentes cristianos. El problema es que Jesús no vino a los buenos, ni tampoco a los que se consideran buenos cristianos; él vino estrictamente a aquellos que en forma honesta aceptan su condición de ser pecadores. Por eso Jesús dijo: Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento (Lc 5:31-32). Y la palabra arrepentimiento (del gr., metanoia) significa literalmente cambio de mente. Por lo tanto, el Maestro no llama a los pecadores a sentir remordimiento por lo que han hecho, sino que los llama a que cambien sus mentes en relación a su propio pecado. No basta sólo con reconocer que somos pecadores. Muchos son los que hayan consuelo en decir: "somos humanos y todos somos pecadores", como una manera ligera y fácil de buscar condescendencia en otros para salir de una situación incómoda y seguir en el futuro cometiendo pecado. Sin embargo, el Señor cuando perdona nos dice: vete y no peques más.

La enfermedad del pecado está tan arraigada en nuestro ser que de continuo tendemos al mal. Ser honestos con Dios significa no sólo aceptar el hecho de que somos pecadores, sino además lamentar haber hecho aquello malo que hicimos y por tanto, en lo profundo de nuestro corazón, anhelamos no volver a incurrir en la misma falta. En una actitud sincera ahora aborrecemos el pecado que mora en nosotros. Esta honestidad es la que nos lleva a ser verdaderos con Dios.

Si decimos que estamos verdaderamente mirando a Jesús, entonces nuestra base de comparación es siempre él y nadie más. Nuestro destino es llegar a ser como él, en quien no hubo pecado, y eso es lo que en sinceridad de corazón buscamos. Al compararnos con él, siempre nos encontraremos pecadores. Cuando un cristiano no se encuentra pecador, o piensa que es mejor que otros, es porque simplemente ya no está mirando a Jesús; el tal se engaña asimismo y la verdad no está en él. Es la razón por la cual llevamos una vida espiritual pobre y estancada; hallamos sequedad en nuestro interior, pensando que el tiempo pasado era mejor; miramos alrededor nuestro buscando una respuesta y hallamos que en la iglesia ya no hay la misma entrega de antes; y sin darnos cuenta nos engañamos al juzgar que hay otros que podrían estar peores que nosotros. La verdad simple y llana es que nuestros ojos dejaron de mirar a Cristo. Por eso es que Pablo siempre exhorta a mirar al blanco. Llama la atención una declaración suya que dice: Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero (1Ti 1:15). Sin importar lo que otros hubieran hecho, él se encontraba el peor de todos los pecadores, pues su base de comparación era siempre el Maestro.

¿Y nosotros? En lo profundo y secreto de nuestro corazón, allí en esa intimidad, ¿cómo está nuestra honestidad hacia Dios? ¿O nos encontramos de verdad buenas personas? ¿Sentimos que somos mejores que otros hermanos cristianos? Ojalá que al comienzo de este nuevo año podamos evaluar de manera franca nuestra honestidad hacia Dios y se produzca en nosotros ese verdadero cambio de mente o actitud en relación al pecado que mora en nosotros. El arrepentimiento no debe ser un evento aislado que ocurrió una vez hace diez o cinco años atrás, sino todos los días, porque todos los días estamos de una u otra forma pecando ante Dios. Sólo así conoceremos a Jesús como nuestro verdadero Salvador. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad (1Jn 1:9). Que en este año su gracia sea abundante en nuestro favor.


_____________________

[ ] Enfasis agregado.

No comments:

Post a Comment